hace más de cuarenta años, James W. Prescott publicó un interesante artículo, en el que sostenía la hipótesis de que la violencia proviene de la falta de afecto físico en la infancia, interviniendo poderosamente también la libertad en la manifestación sexual a partir de la adolescencia.
para respaldar su teoría aportaba datos que, a pesar de su obviedad una vez nos detenemos a pensarlo un momento, no dejan de sorprendernos, quizá precisamente porque nos hacen caer en la cuenta de qué está ocurriendo a nuestro alrededor y por qué parece tan difícil darle la vuelta.
nos cuenta Prescott acerca de un estudio transcultural, Un resumen de culturas cruzadas (R.B. Textor) , en el que se muestra cómo es posible predecir los comportamientos de las distintas sociedades observadas, a partir de su trato a las criaturas. Así, según los resultados de esta investigación, las sociedades que proveían a sus niños y niñas afecto físico, eran menos violentas que aquéllas que infligían castigos físicos. Los grupos humanos que daban más afecto físico se caracterizaban, en general, por la escasez de robos, el bajo dolor físico infantil, la poca actividad religiosa (significativo hecho) y la ausencia de asesinatos, mutilaciones o torturas hacia sus enemigos. En cambio, las sociedades que castigaban físicamente como un asunto de disciplina, presentaban una mayor tendencia a abandonar y descuidar a sus criaturas, así como mayor índice de esclavitud, poligamia y menor estatus de las mujeres.
además del afecto físico en la infancia, Textor encontró otro factor clave para las sociedades con comportamientos menos violentos: la permisividad ante la sexualidad a partir de la adolescencia. De ahí que Prescott concluya que es el placer físico (o la ausencia de él e incluso el castigo), en las etapas cruciales de la infancia y la adolescencia, lo que determina el desarrollo de un comportamiento violento posterior.
estas tesis vienen a reforzar las formulaciones de la teoría del apego, que han demostrado que la satisfacción de las necesidades afectivas durante la infancia influye decisivamente en la construcción de la visión y las relaciones de la propia persona, las demás y el mundo. Los seres humanos precisamos de contacto, de calor, de atención. De amor incondicional. Ese amor y esa atención no tienen que venir de un solo individuo. Cuantas más personas nos lo proporcionen, mejor.
y todo esto me hace pensar, quizá en una rara combinación de asociaciones mentales, en las recientes declaraciones, aseveraciones, alegatos y críticas (que no he leído con más profundidad que en titulares o de pasada) sobre la maternidad. Me hacen pensar en que renegar públicamente de la decisión de ser madres, es un paso que debemos dar como mujeres, como una necesidad de reivindicar nuestra imperfección, nuestra aspiración polifacética, nuestras ganas de librarnos de etiquetas y sobre todo de roles, que nos encasillan y nos ponen trampas como personas individuales y como colectivo. Se trata de un escalón más en esa ascensión hacia el reconocimiento de que, aunque madre no hay más que una, muchas personas pueden dar cariño maternal. Una madre no debe estar nunca sola en el maternaje. Si una madre está suficientemente apoyada y es sobradamente amada, podrá tomar decisiones con respecto a sus criaturas y a sí misma. Podrá decidir ser madre y trabajadora realizada, amiga, compañera, constructora de la sociedad. No se sentirá relegada, encerrada, confinada a una crianza en soledad, demandada de vacíos que no puede cubrir.
me pregunto por qué, ante una mujer que confiesa que la maternidad no es lo que esperaba, que siente que su vida ha empeorado con la llegada de sus criaturas, las demás reaccionamos como si nos hubieran golpeado o insultado. Por qué sentimos una urgencia de criticar, de exponer nuestras experiencias, de pasar sus palabras a través de los filtros del feminismo, de lo que se supone que debe ser la maternidad, de cualquiera de los tamices a los que sometemos los mensajes. Supongo que porque nos identificamos con esa mujer. Porque cualquiera de nosotras, en alguno o en muchos momentos de nuestras vidas, nos hemos recriminado nuestra decisión de ser madres; porque en alguno o en muchos momentos de nuestras vidas, hemos añorado esos otros en los que no había una (o varias) prioridades por encima de nosotras mismas, aquellos días en los que podíamos salir solas, viajar solas, estudiar, dedicar horas y horas a nuestros trabajos, a un libro, a un amigo, a hacer nada… aquellos días en los que no éramos imprescindibles y no nos sentíamos culpables.
porque al final todo va un poco de eso, de la culpabilidad que nos reconcome si comprobamos -asustadas, ya que se suponía que no íbamos a sentirnos así- que a veces (incluso muchas veces) nos sentimos mejor sin nuestras criaturas al lado. Aunque otras veces (incluso muchas veces) disfrutemos de los tiempos con ellas y los deseemos. Porque nosotras queríamos ser madres y nos habían dicho (ahora no nos acordamos quién, pero lo tenemos grabado como aquellas premisas que sonaban debajo de las almohadas del mundo feliz de Huxley) que nada era mejor que ser madre, que ser madre lo llena todo, que los hijos son la mejor bendición, lo máximo que puede desear una mujer. Y no, para (algunas de) nosotras no es exactamente así; algo anómalo nos debe pasar.
frente a esas proclamas sobre supermadres que “nunca han sido tan felices”, permitámonos, permitámosle, a cualquiera de nosotras que lo requiera, explicar cómo es para ella criar y cuidar. Permitámonos seguir dando pasos para construir una sociedad más justa y más igualitaria, en la que cuidar no sea el cometido “natural” de las mujeres, sino que sea un deber y un derecho comunes. Agradezcamos que haya personas que se exponen al vapuleo mediático, para sacar a la luz cosas que pasan cada día y que se sufren y se intentan superar. Evitemos la violencia. O seamos, al menos, conscientes, de que el afecto y el amor son los únicos que pueden protegernos de ella. Afecto, amor, respeto, no sólo a las criaturas, también a nosotras mismas.