fantasmas

“me desperté de repente, sin que hubiera ocurrido nada que me pudiera haber alarmado. En mitad de la noche. Miré que el móvil, que siempre tengo a mi lado en la mesita, marcaba las 5:00 de la madrugada. Llevaba varias noches despertándome, contra mi hábito de dormir del tirón desde que recuerdo; actualmente sólo despertar ya me agobia, me incordia, porque inevitablemente me vienen cosas a la cabeza, cosas que no quiero pensar y menos de madrugada. De inmediato, casi sin darme tregua, una oleada de tensión me recorrió el cuerpo y se paró en mi garganta, impidiéndome tomar aire con normalidad. Lo intenté varias veces, pero el aire no entraba, se atascaba; empezaron los pinchazos en el pecho y esa serpiente que me recorre desde las piernas hasta la cabeza. Me incorporé en la cama; cuando me siento así, sentarme, ver el mundo en vertical, me ayuda. Pero esta vez venía fuerte. Me erguí, tratando de que cada bocanada de aire entrara con profundidad en los pulmones, pero algo en mi garganta se negaba. Entonces noté cómo miles de hormigas se adueñaban de mis manos y subían por mis antebrazos y me asusté. Salté de la cama, diciéndome que no tenía nada que temer, que estaba todo bien, que no iba a pasarme nada. Que era mi ansiedad. Sólo me ha ocurrido algo así un par de veces más en mi vida, una crisis de ansiedad que llegara hasta donde estaba llegando esa noche. Hasta lo más profundo de mí. A atemorizarme, a preocuparme, a atenazarme. Llegué al salón y abrí de par en par la ventana; el aire agradable del verano me dio en la cara y me alivió el hormigueo de los brazos. En esos momentos estaba muy asustada. Sólo me repetía una vez y otra que no era grave, que no iba a ocurrirme nada, que esto iba a pasar. Apoyada en el alféizar, empecé a practicar mis ejercicios de respiración, que tanto me había fastidiado repetir sesión tras sesión. Iba contando tiempos para que el aire penetrara en mis pulmones a un ritmo lento, pausado, que alcanzara el diafragma, que saliera también despacio y me fuera inundando de paz. Me resultaba dificilísimo, tuve que ponerme a caminar por la casa a oscuras, como un fantasma en medio de la noche, visualizando números a la vez que cogía aire y lo soltaba. Me iba procurando hablar sosegadamente a la vez, pero llegaron los leves mareos y con ellos, el miedo. Conseguir controlar mi respiración, que no se desbocara, que entrara hasta dentro y no se quedara en mi garganta, que no me apretara el pecho como si tuviera un peso enorme encima, me costó mucho. Cuando por fin dejé de estar asustada, imágenes, pensamientos, palabras de esa última temporada de mi vida, se hicieron visibles en mi cabeza. Yo sabía por qué me estaba ocurriendo esto. Y sabía que era cuestión de tiempo y trabajo que dejara de atormentarme hasta el punto de materializarse en mi cuerpo. Poco a poco, me fue posible dejar de caminar por la casa, apoyarme de nuevo en la ventana y respirar con más tranquilidad el aire de la parte final de la noche. El incipiente tráfico, algunas personas que cruzaban solitarias la avenida, los sonidos de la ciudad amaneciendo, fueron contribuyendo también a calmarme. Finalmente, me vi capaz de tomar una ducha sin que me temblaran las manos. Bajo el agua caliente acaricié mis heridas, me di las gracias, pensé cuánto me había sostenido y cuidado aquella noche, yo sola, a mi misma, sin juzgarme, sin castigarme y me sentí orgullosa. He llegado a amarme de verdad. A contenerme de verdad. A comprenderme y aceptarme de verdad. Y todo gracias, en parte, a mi ansiedad.»


la ansiedad es una aliada, que nos avisa de los peligros y nos prepara para afrontarlos, hasta que, por determinadas circunstancias de nuestra vida, se desajusta y se convierte en una tortura. Los mecanismos por los que nuestros cuerpos desatan los síntomas de ansiedad están programados para que, lejos de provocarnos sensaciones negativas, nos ayuden en aquellas situaciones en que se nos pone a prueba. Lo que ocurre es que no es difícil, en este entorno que hemos construido para la vida, que enviemos señales confusas de qué es un peligro real y qué no, de forma que, sin pedirlo ni quererlo, nos encontramos padeciendo síntomas, sin tener verdaderamente que enfrentarnos a una amenaza para nuestra integridad física. Por eso resulta útil explorar qué nos está pasando por la cabeza, en qué estamos pensando, cuando notamos pesadez en el pecho, hormigueo en los brazos, sensación de que nos falta el aire o nos cuesta respirar, náuseas, mareos… inmensas ganas de escapar corriendo. Porque probablemente hemos asociado dolores, temores, profundos desagrados, sufrimiento… con los mecanismos con los que nuestra naturaleza nos protege cuando nuestra vida está en riesgo.

quizá el texto del comienzo describe de forma más o menos similar lo que os ha pasado, os está pasando, teméis que os vuelva a pasar. Me gustaría que esas palabras no sólo narren qué puede experimentar alguien con un ataque de ansiedad y nos hagan sentir menos soledad, sino que puedan convencer de que se trata de un problema con solución, si se identifica, se diagnostica y se trata adecuadamente. Los fármacos, que con tanta presteza se recetan, pueden constituir sin duda un apoyo muy eficaz, pero sin un trabajo psicoterapéutico detrás, tal vez resulte muy difícil abandonar esa ayuda sin recaer en los síntomas que nos generan tanto malestar.

mirar a nuestros fantasmas de frente es imprescindible. Podemos posponerlo por un tiempo, pero al final, nos los encontramos de forma definitiva en algún lugar del camino, para que podamos acogerlos y dejarlos atrás definitivamente. Sólo se trata de aprovechar la oportunidad.

querer-nos

la autoestima consiste en algo muy sencillo: tenemos todo el valor, sólo por existir. Simplemente por esa razón. No por qué tipo de personas somos, ni por qué hacemos, ni por lo que tenemos, ni por cómo nos comportamos.

me fascina la teoría de la personalidad rogeriana, que se basa en la capacidad, sin distinción, de tender a la mejor versión, aprovechando todo lo que se nos brinda y lo que podemos conseguir de nuestro entorno. Me parece maravillosa esta perspectiva y complementaria absolutamente, del verdadero significado de autoestima. Es decir, cualquier persona puede conseguir lo máximo, si tiene la situación y los requisitos para ello. Cualquier persona nace con todo el potencial y da de sí tanto como le es posible, teniendo en cuenta lo que encuentra a su alrededor. Algo así como esas plantas que nacen en medio de un pedregal y aún en las condiciones más duras, crecen y  florecen; no serán tan altas, ni tan frondosas, ni tan vistosas, como las que se encuentran en medios más favorables: serán lo mejor que pueden ser con lo que disponen. Y lo más importante, es que “lo mejor” no tiene definición, es variable, diverso, tanto como personas existen. Y tampoco tiene un límite, “lo mejor” siempre puede estar por venir.

cuando sabemos que vamos a ser madres, o padres, comienza a tomar vida, de forma paralela a la criatura que se está formando, un hijo o una hija, en nuestra mente.  Esa criatura imaginaria contiene todo lo que deseamos para la real: se parece a una u otra persona y posee las cualidades que nos parecen importantes, todas. Una vez que la criatura real ocupa su puesto, es habitual que las diferencias entre lo que habíamos proyectado y la presencia de nuestra hija, de nuestro hijo, nos provoquen sentimientos contradictorios. ¡Esa no era la hija o el hijo que esperábamos! Se trata de un proceso habitual, durante el cual puede ser apasionante conocer, aceptar y valorar, a la vez que guiamos y ayudamos a nuestras criaturas a ser la mejor versión que puedan. O por el contrario, podemos obstaculizar ese camino, tratando de meterlas a la fuerza en el molde que habíamos creado, o en cualquier otro molde prefabricado.

así, todas, todos, nacemos con una autoestima intacta y a medida que vamos creciendo, esa autoestima se va reforzando o por el contrario, comienza a disminuir. Se refuerza cuando nos hacen sentir bien, simplemente por ser; aunque nos equivoquemos (o precisamente por ello), aunque en nuestro carácter haya asperezas (algunas de las cuales se podrán pulir, si contamos con los elementos adecuados en nuestro entorno), aunque haya ocasiones en que nos indiquen que cometemos errores, o nos percatemos de ello. Disminuye cuando debemos ser alguien diferente, cuando debemos cumplir expectativas para sentir que nos aprecian; cuando nos hacen ver que equivocarse no está permitido o que “es de perdedores”, cuando nos hacen sentir que nuestros defectos nos deprecian, cuando nos ponen listones, o modelos, ajenos.

es complicado recuperar la autoestima perdida, porque por lo general, se ha ido reduciendo a fuerza de convencernos de que «no estamos bien», «no somos lo suficientemente buenos», «somos un desastre», «no somos dignos de que nos quieran ni se queden a nuestro lado»…. no somos como deberíamos ser. En gran medida, solemos reproducir los procesos cuando consideramos que alguien vale mucho por lo que ha conseguido, por lo que tiene, por cómo se comporta… fabricando círculos viciosos y bucles continuos, en los que nos quitamos valor sistemáticamente unas personas a otras.

entonces ¿no hay esperanza?

por supuesto que sí. Sólo hay que pararse y volver a considerar en qué consiste querer .Queremos a alguien cuando no vemos más allá de esa persona, no nos importa qué puesto ocupa, sus posesiones materiales o sus títulos universitarios. No ver más allá implica reconocerla como alguien que es lo mejor que puede ser y quererla así, porque nos gusta así, sin que cambie nada. Alegrándonos con sus alegrías, apenándonos con sus tristezas, acompañándola cuando así lo deseemos. Procurando, si lo queremos, que haya en el entorno las mejores condiciones para que la persona pueda crecer lo mejor posible. Celebrando con ella ese crecimiento, sus elecciones, sus equivocaciones, sus logros. Eso es querer.

también lo podemos traducir a la primera persona. Sólo hay que pararse y volver a considerar en qué consiste querernos. No ver más allá de lo que somos, el puesto que ocupemos, nuestras posesiones materiales o títulos universitarios. Reconocernos como alguien que es lo mejor que puede ser y querernos así, sin cambiar nada. Procurar que haya en nuestro entorno las mejores condiciones para que podamos crecer lo mejor posible. Y celebrando nuestro crecimiento, cada elección, cada equivocación, cada logro. Eso es querernos.

tan fácil y tan difícil, porque requiere desaprender lo erróneo y aprender lo acertado. Eso sí, nunca es tarde. Aunque sea duro.

diagnóstico: trastorno mental

he visto las caras de muchas personas, profesionales y no, ante casos o diagnósticos de trastorno mental. A menudo adquieren expresiones de alarma, pánico, frustración, pena… tener un trastorno mental estigmatiza, coloca una marca muy grande encima de la persona que lo padece, que hace que quien lo sepa no vuelva a mirarla igual, ya nunca más.

¿no es eso injusto? la mayoría de las personas con trastorno mental pueden desarrollar una vida totalmente normal: pueden vivir solas, hacerse cargo de sí mismas, de sus casas, desempeñar con competencia actividades y trabajos, desplazarse, disfrutar del ocio y las aficiones, relacionarse con otras personas. Algunas deben seguir una serie de pautas, trabajar aspectos de sí mismas, tomar algún medicamento, evitar ciertos hábitos… exactamente igual que muchas otras personas que tienen cualquier otra afección (por ejemplo, diabetes, hipertensión, alergias…). Sin embargo, frecuentemente pueden verse obligadas a ocultar sus problemas, por miedo a que el estigma las aplaste, en ocasiones incluso a costa de que, a falta de un adecuado abordaje, los síntomas empeoren y acaben, entonces sí, con las personas que son.

todo ello es fruto de cómo se ha contemplado y se contempla la diversidad de cualquier tipo. Y del desconocimiento y la divulgación falsa y sesgada acerca de la enfermedad mental que ha sido -y es- constante. Por mucho que las profesiones ligadas a la salud mental repitan y hagan hincapié en que padecer un trastorno mental no conlleva criminalidad, incapacidad -más allá de algunos casos específicos-, incompetencia… por mucho que se insista en que todas las personas tenemos peculiaridades, aspectos negativos, comportamientos que molestan a otras o manifestaciones que puedan no gustar padezcamos o no un trastorno mental, el etiquetaje negativo, terrible, permanece.

en ocasiones, efectivamente, la persona oculta lo que le pasa, porque teme que el diagnóstico sirva como aislador social. Probablemente ellas mismas lo viven como algo que las separa de la normalidad. Tenemos tan interiorizado que “estar loco” es sinónimo de exclusión, es malo, es rechazable, que la persona que experimenta los síntomas de un trastorno mental puede sentir la necesidad de esconderlo (e ignorarlo), como si eso los hiciera desaparecer. Como esas otras personas que notan síntomas sospechosos y no van a su centro de salud hasta que ya es demasiado tarde para tratar, por ejemplo, un cáncer. Por el temor a dejar de ser ellas mismas -tanto por lo que pueda implicar el trastorno y lo que tenemos asumido que es una enfermedad mental, como por la mirada de su entorno-.

otras veces, las personas son diagnosticadas -otro capítulo es la calidad del diagnóstico…- pero no son tratadas adecuadamente. Está comprobado por multitud de resultados clínicos, que la psicoterapia es el tratamiento más eficaz para cualquier trastorno mental, acompañada o no -eso depende del trastorno- por tratamiento farmacológico. Sin embargo, este último es habitualmente la terapia de elección, incluso para trastornos que no tienen una buena evolución con psicofármacos y prácticamente no se facilita -ni siquiera se informa- del éxito de evolución y pronóstico con psicoterapia.

tener un trastorno mental no es el fin del mundo. Su correcto diagnóstico y adecuado abordaje, puede ser, por el contrario, el comienzo de uno distinto, mejor, más acorde con lo que sentimos, percibimos, necesitamos… Todo depende de cómo se actúe para llegar y a partir del diagnóstico, con qué profesionales contamos, qué hay ya alrededor del trastorno y cuánto trabajo por delante.

es imprescindible eliminar el estigma alrededor de los trastornos mentales. El estigma alrededor de cualquier diversidad que nos provoca perplejidad porque no nos han preparado para aceptar lo diferente, sino para acoplarnos -como sea- al molde al uso. Es imprescindible aprender y enseñar a romper moldes.

¿hacer terapia?

en general, se piensa en la salud mental desde la perspectiva de enfermedad, de forma que no se la suele tener en cuenta, no es usual que alguien acuda a la psicología ni a la psiquiatría si no es porque se ha dejado de tener esa salud mental (o lo supone). Más aún, no es extraño que quien tiene problemas psicológicos, lo oculte, intente ignorarlo, o recurra a cualquier otro recurso, antes que a la consulta profesional.

“claro -puede que quien me lea esté pensando- así como no vamos al centro de salud, o al hospital, a menos que sospechemos enfermedad física». En cierto sentido, esto no deja de ser cierto; sin embargo, desde hace ya un tiempo, existe un enfoque de promoción de la salud -física- que practicamos hasta sin darnos cuenta y que se debe a la definición que determinó la OMS para el término salud allá por los años 40 del siglo pasado. En el concepto de salud como bienestar bio psico social, más allá de la ausencia de enfermedad, se basaron, a partir de entonces, la organización y el tratamiento de la salud y la enfermedad en el mundo. No obstante y a pesar de que el significado hacía alusión también al apartado mental, éste se ha visto discriminado, minimizado, ninguneado, al circunscribir la salud al aspecto médico.

así, la salud mental se incluye muy de soslayo en la cartera de servicios asistenciales de la sanidad pública, pudiéndose prestar con muy poca calidad y solidez, a causa de la falta de plazas profesionales y el ángulo de visión imperante. No existe promoción de la salud mental, no nos explican ningún término relacionado con ella, no nos enseñan la importancia y mucho menos la posibilidad de trabajar para encontrarnos bien en todas sus facetas. Tampoco se incluye en los programas de prevención y promoción infantil, ni en ninguna etapa de la vida, la revisión de la salud mental. Ni se fomenta, a otros niveles, a pesar de que existen recursos privados adonde acudir, numerosos y diversos, en cualquier ciudad de nuestro país.

sin embargo, la salud mental está íntimamente imbricada en nuestra sensación y nuestro potencial de bienestar. Nuestro estado de ánimo, el potencial cognitivo, la condición emocional, nuestra personalidad, la forma de ver y relacionarnos con el mundo, con las personas, con los acontecimientos, nuestra manera de entender y practicar la sexualidad… determinan nuestro bienestar. Influyen sobre él, lo configuran y en algunos casos, lo condenan.

entonces ¿cómo identificar cuándo sería adecuado consultar psicológicamente? Quizá el mero hecho de preguntarse si estaría indicado, puede ser una señal de que efectivamente, así sea. Que se vean afectadas áreas de la vida, el trabajo, la convivencia, las relaciones; ser consciente de que ha habido cambios -o se han hecho visibles aspectos- que provocan nuestro malestar, o interfieren claramente en nuestro funcionamiento. No ver salidas. Sentir que los pensamientos negativos nos acucian y despiertan nuestros temores, nos paralizan o nos empujan a actuar de formas no deseables o deseadas.

no sólo hay que examinar detenidamente qué nos está pasando. A menudo hay que lidiar con todos los prejuicios acerca de qué conlleva consultar psicológicamente. “Yo no estoy loco”, “eso le pasa a otras personas, no a mí”, “hablando no van a solucionar mi problema”… La terapia no es un tratamiento para la locura (¿qué es la locura?), debería ser un espacio en el que exponer lo que nos está preocupando o haciendo sentir mal y alcanzar una resolución, por diferentes vías y con distintas consecuencias. Hacer terapia no es hablar, aunque la palabra toma un lugar privilegiado -en muchos casos un lugar que nunca ha ocupado- y ayuda a liberarse y a encontrar preguntas y respuestas donde antes había vacíos, pensamientos negativos, miedos. Se trata de un aprendizaje acerca de la propia persona, de acuerdo a quién es y qué desea hacer.

y ¿qué pedirle al psicólogo, a la psicóloga? ante todo, honestidad. En la comunicación, cuando nos explique en qué consiste el trabajo y cómo lo lleva a cabo. En cómo llega a las conclusiones, qué proceso sigue, dónde se apoya y cómo explican esto la psicología y la ciencia. En qué vamos a perseguir y cómo vamos a alcanzar los objetivos -por mínimos que sean, también depende de qué desea la persona-, mediante qué pasos, técnicas, instrumentos y medios. Y honestidad en la ejecución de su labor, refrendada por una formación que no deje lugar a dudas ni a abstracciones. Como solemos decir, “basarse en la evidencia (científica)”.

si estás dudando sobre hacer terapia o no, quizá lo más adecuado es ir. Probar, dar un paso. Casi nada es irreversible en la vida, siempre se puede dar marcha atrás. Pero dar un paso, hacia esa dirección, puede ser determinante, un punto de inflexión que se convierta en un hito que configure un antes y un después y un futuro mucho mejor. Y sin ninguna duda, es cuidarse.