miedo

el miedo es una sensación incómoda. Y sin embargo, inevitable. ¿Quién no ha sentido -siente- miedo?

de una forma académica y aséptica, podemos decir que se trata de una emoción básica, que es la manera que tiene nuestro cerebro de alertarnos ante una situación que puede poner en peligro nuestra integridad. Más terrenalmente, sabemos que el miedo, en sus manifestaciones de ansiedad y pensamientos aprensivos, limita en ocasiones nuestras acciones, la materialización de nuestros deseos y nuestra marcha por la vida.

es frecuente, al tratar con el miedo, pensar en medidas que impliquen enfrentarnos a él. A menudo, ante los temores de nuestras criaturas, insistimos en que «se enfrenten», “luchen», “los combatan”. Insistimos en contemplarlo -y transmitir una visión del mismo- como un enemigo a batir, una sensación a eliminar. Algo que no debe estar. Acentuando, involuntariamente, la tendencia a negarlo -porque hacerlo desaparecer es mucho más difícil desde la resistencia y la lucha, que desde la aceptación.

Para que nuestro miedo se atenúe y no nos impida hacer, es imprescindible, en primer lugar, aceptarlo. Mirarlo, reconocer sus recovecos, las caras, que nos pueden mostrar, a su vez, las razones de que exista. Así también podremos darnos cuenta de si se trata de un miedo justificado en un motivo real -en lo que, en realidad, habrá entonces que concentrarse- o encierra aspectos menos trascendentes, aprendidos -no por ello menos interesantes de abordar-.

como (casi) siempre que percibimos amenazas, o interferencias, en nuestro bienestar, la solución pasa por considerar de forma consciente, responsable, qué hay ahí; esta acción es ya un tranquilizante en sí misma. Y facilitará una disposición mucho más adecuada, así como la materialización -o la búsqueda- de herramientas que nos permitan sentirnos mejor y continuar el camino de una forma más apacible. Si lo deseamos.

decía Woody Allen ”el miedo es mi compañero más fiel, jamás me ha engañado para irse con otro”. Es más amable no rechazar lo que forma parte nuestra, sin más; en general, resulta más acertado integrarlo y aprender, por fin, a con-vivir bien con lo que somos.

querer-nos

la autoestima consiste en algo muy sencillo: tenemos todo el valor, sólo por existir. Simplemente por esa razón. No por qué tipo de personas somos, ni por qué hacemos, ni por lo que tenemos, ni por cómo nos comportamos.

me fascina la teoría de la personalidad rogeriana, que se basa en la capacidad, sin distinción, de tender a la mejor versión, aprovechando todo lo que se nos brinda y lo que podemos conseguir de nuestro entorno. Me parece maravillosa esta perspectiva y complementaria absolutamente, del verdadero significado de autoestima. Es decir, cualquier persona puede conseguir lo máximo, si tiene la situación y los requisitos para ello. Cualquier persona nace con todo el potencial y da de sí tanto como le es posible, teniendo en cuenta lo que encuentra a su alrededor. Algo así como esas plantas que nacen en medio de un pedregal y aún en las condiciones más duras, crecen y  florecen; no serán tan altas, ni tan frondosas, ni tan vistosas, como las que se encuentran en medios más favorables: serán lo mejor que pueden ser con lo que disponen. Y lo más importante, es que “lo mejor” no tiene definición, es variable, diverso, tanto como personas existen. Y tampoco tiene un límite, “lo mejor” siempre puede estar por venir.

cuando sabemos que vamos a ser madres, o padres, comienza a tomar vida, de forma paralela a la criatura que se está formando, un hijo o una hija, en nuestra mente.  Esa criatura imaginaria contiene todo lo que deseamos para la real: se parece a una u otra persona y posee las cualidades que nos parecen importantes, todas. Una vez que la criatura real ocupa su puesto, es habitual que las diferencias entre lo que habíamos proyectado y la presencia de nuestra hija, de nuestro hijo, nos provoquen sentimientos contradictorios. ¡Esa no era la hija o el hijo que esperábamos! Se trata de un proceso habitual, durante el cual puede ser apasionante conocer, aceptar y valorar, a la vez que guiamos y ayudamos a nuestras criaturas a ser la mejor versión que puedan. O por el contrario, podemos obstaculizar ese camino, tratando de meterlas a la fuerza en el molde que habíamos creado, o en cualquier otro molde prefabricado.

así, todas, todos, nacemos con una autoestima intacta y a medida que vamos creciendo, esa autoestima se va reforzando o por el contrario, comienza a disminuir. Se refuerza cuando nos hacen sentir bien, simplemente por ser; aunque nos equivoquemos (o precisamente por ello), aunque en nuestro carácter haya asperezas (algunas de las cuales se podrán pulir, si contamos con los elementos adecuados en nuestro entorno), aunque haya ocasiones en que nos indiquen que cometemos errores, o nos percatemos de ello. Disminuye cuando debemos ser alguien diferente, cuando debemos cumplir expectativas para sentir que nos aprecian; cuando nos hacen ver que equivocarse no está permitido o que “es de perdedores”, cuando nos hacen sentir que nuestros defectos nos deprecian, cuando nos ponen listones, o modelos, ajenos.

es complicado recuperar la autoestima perdida, porque por lo general, se ha ido reduciendo a fuerza de convencernos de que «no estamos bien», «no somos lo suficientemente buenos», «somos un desastre», «no somos dignos de que nos quieran ni se queden a nuestro lado»…. no somos como deberíamos ser. En gran medida, solemos reproducir los procesos cuando consideramos que alguien vale mucho por lo que ha conseguido, por lo que tiene, por cómo se comporta… fabricando círculos viciosos y bucles continuos, en los que nos quitamos valor sistemáticamente unas personas a otras.

entonces ¿no hay esperanza?

por supuesto que sí. Sólo hay que pararse y volver a considerar en qué consiste querer .Queremos a alguien cuando no vemos más allá de esa persona, no nos importa qué puesto ocupa, sus posesiones materiales o sus títulos universitarios. No ver más allá implica reconocerla como alguien que es lo mejor que puede ser y quererla así, porque nos gusta así, sin que cambie nada. Alegrándonos con sus alegrías, apenándonos con sus tristezas, acompañándola cuando así lo deseemos. Procurando, si lo queremos, que haya en el entorno las mejores condiciones para que la persona pueda crecer lo mejor posible. Celebrando con ella ese crecimiento, sus elecciones, sus equivocaciones, sus logros. Eso es querer.

también lo podemos traducir a la primera persona. Sólo hay que pararse y volver a considerar en qué consiste querernos. No ver más allá de lo que somos, el puesto que ocupemos, nuestras posesiones materiales o títulos universitarios. Reconocernos como alguien que es lo mejor que puede ser y querernos así, sin cambiar nada. Procurar que haya en nuestro entorno las mejores condiciones para que podamos crecer lo mejor posible. Y celebrando nuestro crecimiento, cada elección, cada equivocación, cada logro. Eso es querernos.

tan fácil y tan difícil, porque requiere desaprender lo erróneo y aprender lo acertado. Eso sí, nunca es tarde. Aunque sea duro.

¿hacer terapia?

en general, se piensa en la salud mental desde la perspectiva de enfermedad, de forma que no se la suele tener en cuenta, no es usual que alguien acuda a la psicología ni a la psiquiatría si no es porque se ha dejado de tener esa salud mental (o lo supone). Más aún, no es extraño que quien tiene problemas psicológicos, lo oculte, intente ignorarlo, o recurra a cualquier otro recurso, antes que a la consulta profesional.

“claro -puede que quien me lea esté pensando- así como no vamos al centro de salud, o al hospital, a menos que sospechemos enfermedad física». En cierto sentido, esto no deja de ser cierto; sin embargo, desde hace ya un tiempo, existe un enfoque de promoción de la salud -física- que practicamos hasta sin darnos cuenta y que se debe a la definición que determinó la OMS para el término salud allá por los años 40 del siglo pasado. En el concepto de salud como bienestar bio psico social, más allá de la ausencia de enfermedad, se basaron, a partir de entonces, la organización y el tratamiento de la salud y la enfermedad en el mundo. No obstante y a pesar de que el significado hacía alusión también al apartado mental, éste se ha visto discriminado, minimizado, ninguneado, al circunscribir la salud al aspecto médico.

así, la salud mental se incluye muy de soslayo en la cartera de servicios asistenciales de la sanidad pública, pudiéndose prestar con muy poca calidad y solidez, a causa de la falta de plazas profesionales y el ángulo de visión imperante. No existe promoción de la salud mental, no nos explican ningún término relacionado con ella, no nos enseñan la importancia y mucho menos la posibilidad de trabajar para encontrarnos bien en todas sus facetas. Tampoco se incluye en los programas de prevención y promoción infantil, ni en ninguna etapa de la vida, la revisión de la salud mental. Ni se fomenta, a otros niveles, a pesar de que existen recursos privados adonde acudir, numerosos y diversos, en cualquier ciudad de nuestro país.

sin embargo, la salud mental está íntimamente imbricada en nuestra sensación y nuestro potencial de bienestar. Nuestro estado de ánimo, el potencial cognitivo, la condición emocional, nuestra personalidad, la forma de ver y relacionarnos con el mundo, con las personas, con los acontecimientos, nuestra manera de entender y practicar la sexualidad… determinan nuestro bienestar. Influyen sobre él, lo configuran y en algunos casos, lo condenan.

entonces ¿cómo identificar cuándo sería adecuado consultar psicológicamente? Quizá el mero hecho de preguntarse si estaría indicado, puede ser una señal de que efectivamente, así sea. Que se vean afectadas áreas de la vida, el trabajo, la convivencia, las relaciones; ser consciente de que ha habido cambios -o se han hecho visibles aspectos- que provocan nuestro malestar, o interfieren claramente en nuestro funcionamiento. No ver salidas. Sentir que los pensamientos negativos nos acucian y despiertan nuestros temores, nos paralizan o nos empujan a actuar de formas no deseables o deseadas.

no sólo hay que examinar detenidamente qué nos está pasando. A menudo hay que lidiar con todos los prejuicios acerca de qué conlleva consultar psicológicamente. “Yo no estoy loco”, “eso le pasa a otras personas, no a mí”, “hablando no van a solucionar mi problema”… La terapia no es un tratamiento para la locura (¿qué es la locura?), debería ser un espacio en el que exponer lo que nos está preocupando o haciendo sentir mal y alcanzar una resolución, por diferentes vías y con distintas consecuencias. Hacer terapia no es hablar, aunque la palabra toma un lugar privilegiado -en muchos casos un lugar que nunca ha ocupado- y ayuda a liberarse y a encontrar preguntas y respuestas donde antes había vacíos, pensamientos negativos, miedos. Se trata de un aprendizaje acerca de la propia persona, de acuerdo a quién es y qué desea hacer.

y ¿qué pedirle al psicólogo, a la psicóloga? ante todo, honestidad. En la comunicación, cuando nos explique en qué consiste el trabajo y cómo lo lleva a cabo. En cómo llega a las conclusiones, qué proceso sigue, dónde se apoya y cómo explican esto la psicología y la ciencia. En qué vamos a perseguir y cómo vamos a alcanzar los objetivos -por mínimos que sean, también depende de qué desea la persona-, mediante qué pasos, técnicas, instrumentos y medios. Y honestidad en la ejecución de su labor, refrendada por una formación que no deje lugar a dudas ni a abstracciones. Como solemos decir, “basarse en la evidencia (científica)”.

si estás dudando sobre hacer terapia o no, quizá lo más adecuado es ir. Probar, dar un paso. Casi nada es irreversible en la vida, siempre se puede dar marcha atrás. Pero dar un paso, hacia esa dirección, puede ser determinante, un punto de inflexión que se convierta en un hito que configure un antes y un después y un futuro mucho mejor. Y sin ninguna duda, es cuidarse.